II
El plan de matar de hambre a los habitantes
de Leningrado fue estudiado
meticulosamente por el profesor dietético Ernst Ziegelmeyer del Instituto de
Nutrición de Múnich quién, con base en concienzudos estudios que incluían
analizar el censo de habitantes y la cantidad de alimentos que podían ser
guardados de acuerdo a la capacidad de los almacenes, concluyó que en muy poco
tiempo la comida mermaría y, en consecuencia, los ciudadanos tendrían que
someterse a un plan de racionamiento que solo les permitiría el consumo de 250
gramos de pan diarios, porción insuficiente para mantener la salud. De este
modo, mediante la combinación del ataque aéreo, el sitio por tierra y el
bloqueo naval, los alimentos se acabarían rápidamente y los defensores irían
falleciendo por inanición, sin tener los alemanes necesidad de luchar y sufrir
bajas.
El proyecto fue aprobado por el Alto Mando
de las Fuerzas Armadas Nazis. Al respecto Hitler declara (29 de setiembre de
1941): “He resuelto borrar a Leningrado de la faz de la tierra. No nos
corresponde a nosotros, ni nos corresponderá el problema de la supervivencia de
su población, es decir de su abastecimiento. En este combate, en el que nuestra
resistencia está en juego, es contrario a nuestros intereses salvar a la
población de esta ciudad, ni siquiera a una parte de esta”. Alrededor de
725.000 militares con armamentos de todo tipo sitiaron Leningrado para impedir
que la población pudiera salir a abastecerse de lo indispensable para vivir.
En consecuencia, hubo un especial
ensañamiento con los almacenes de comestibles. Los proyectiles destruyeron
toneladas de azúcar, grasa, harina, pasta, cereales y granos depositados en las
fábricas y silos, pulverizaron los frigoríficos para dañar toda la comida,
hundieron las gabarras que transportaban víveres por los ríos, incendiaron los
sembradíos, destruyeron los mercados y los comercios.
Simultáneamente se desarrolló una guerra
comunicacional. La aviación nazi lanzó propaganda donde se anunciaba: “Vuestra
ciudad está completamente rodeada por los ejércitos alemanes. El Alto Mando no
desea en modo alguno imponer sufrimientos a la población civil. Pero la rendición
constituye la única alternativa a la aniquilación absoluta o al hambre.
Convenced a vuestros dirigentes de que es preciso sacrificar el bolchevismo en
aras de la paz. ¡Es mejor ser un súbdito sano de vuestros conquistadores
indiscutibles que un bolchevique hambriento!”.
¡Pero Leningrado no se rindió! Sus
habitantes hicieron de todo para sobrevivir: abrieron una ruta secreta para el
abastecimiento de alimentos que eran transportados desde las ciudades cercanas
(pero fueron descubiertos); ajustaron el racionamiento al mínimo indispensable
para que todos pudieran alimentarse; se organizaron patrullas para atender a
los enfermos y socorrer a los desvalidos; un grupo de voluntarios taló madera
en los bosques no ocupados por los alemanes; unos buzos extrajeron miles de
toneladas de carbón que yacían bajo el agua del puerto, concretamente de unos
barcos ingleses que en el siglo XIX habían arrojado el mineral al fondo; otros
buzos rescataron del Lago Ladoga toneladas de trigo que se pudieron secar y
recuperar para comer; durante el aniversario de la Revolución Bolchevique para
elevar la moral los niños recibieron como premio una porción de leche con una
cucharada de harina de papa y los adultos tomates salados; se crearon nuevas
rutas de aprovisionamiento que fueron bautizadas como “Carreteras de la Vida”.
Además fueron cultivadas clandestinamente cientos de hectáreas de hortalizas,
papas y repollos, por grupos de familias que recibían adiestramiento especial
en agricultura y economía de guerra. También el Instituto Científico de
Leningrado produjo una harina sintética a base de conchas y caparazones,
complementada con aserrín, mientras grupos de botánicos resguardaban un banco
clandestino de semillas. “Desesperados, los habitantes tuvieron que obrar
milagros para sobrevivir como por ejemplo convertir el azúcar quemado de una
fábrica en un sirope calcinado que se podía mascar e ingerir sin riesgo como un
caramelo. Científicos y químicos inventaron pan con un 20% de harinas
trituradas, un 10% de semillas oleosas y un 10% de celulosa, lo mismo que leche
con semillas de soja o sopa de agua caliente de hojas de pino o cuero de zapato
hervido. Pronto se fabricaron ingeniosos inventos para llevarse algo a la boca
como sopas hechas de encuadernación de libros, caldos de hojas secas, pasta de
ramas jóvenes de árbol cocidas con turba o sal, pan de celulosa, harina de
algodón, leche de algas, lácteos con intestino de gato mezclado con aceite de
clavo e incluso se elaboraron 2.000 toneladas de salchichas cocinadas con cuerda
de violines que mezclaban con simiente de lino y aceite de maquinaria
industrial”.
En medio de las más terribles desgracias,
permaneció viva la llama de la esperanza, y se emprendieron los más poderosos
actos de resistencia. Se organizó una orquesta sinfónica, bajo la dirección de
Karl Eliasberg, que fue capaz de interpretar la Sinfonía de Leningrado, del
compositor ruso Dimitri Shostakovich: Un verdadero himno de dignidad y lucha.
Los músicos debilitados por la hambruna apenas eran capaces de sostener sus
instrumentos, sin embargo tocaron. El día del estreno de la obra, se colocaron
altavoces en toda la ciudad no sólo para que el pueblo asediado escuchara el
concierto, sino también para que las tropas invasoras supieran que allí nadie
se rendiría.
Finalmente, el arrojo y el amor por la
Patria vencieron sobre unos invasores que blandían la guadaña de la muerte. Los
alemanes fueron definitivamente derrotados en enero de 1944. El pueblo de
Leningrado celebró con bailes la victoria sobre sus agresores y rindió homenaje
a los caídos. "Subestimaron nuestra voraz hambre de vivir", escribió
una superviviente.
Lunes, 19 de Agosto 2019
Lunes, 19 de Agosto 2019
José Gregorio Linares
Historiador
Adulto Mayor
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